Un remedio contra las mentiras: sentarse a hablar de verdad

Cuando entré en la Universidad y me acerqué de forma directa a la política, la dictadura franquista daba sus últimos pasos. El olor de las mentiras dominaba la vida oficial, Fraga Iribarne seguía prohibiendo actos, había que correr delante de la policía en algunas ocasiones, la televisión seguía inventándose el orgullo imperial de una nación más bien pobre e insignificante en el mundo, pero ya se había suavizado el terror sistemático que impusieron los generales golpistas en 1936. Mi militancia no supuso ningún acto heroico, aunque sí me hizo conocer bien a gente que había protagonizado la clandestinidad y había luchado por la libertad y las posibles mejoras de la vida de la gente en un inmediatamente tiempo anterior, cargado de detenciones, torturas, cárceles y penas de muerte. Aprendí a admirarlos.

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